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ISSN 1989-4163

NUMERO 24 - VERANO 2011

Primavera en Madrid

Il Gatopando

Pensaba que enviar mensajes como reacción a las noticias de las ediciones digitales de los periódicos no servía, al margen del desahogo pasajero, para nada. Por ello, y por el tono que empleaba, me llamó la atención aquel que aludía a otro por mí escrito y que ante mi rabia, mi impotencia por la enésima tropelía cometida, me venía a decir: “tranquilo, pronto habrá un cauce para el cambio, estamos trabajando en ello”. Lo firmaba democraciarealya y corrían los últimos días de febrero.

Una vez estuvo operativa me registré en la página web de aquella misteriosa plataforma pero pronto comprobé que el intercambio de información en ella resultaba un tanto caótico. Si algo quedaba claro era su intención de convocar manifestaciones simultáneas en numerosas ciudades españolas y a tal efecto contribuí con comentarios acerca de la que estaba prevista en Madrid.

Al llegar la fecha establecida, el 15 de mayo, vencí a la pereza y me acerqué hasta la capital desde el pueblo de la sierra madrileña donde vivo consciente de la posibilidad, una vez allí, de constatar que éramos cuatro gatos. -Hay que ser consecuente-, me dije-. Y si tanto me quejo pues habrá que hacer el esfuerzo.

De ahí mi sorpresa al comprobar que éramos muchos miles de personas las allí congregadas y mucha también la gente que se había preparado con mimo para la ocasión. Tras años rumiando en solitario mi frustración por el estado de las cosas, verme rodeado de aquella marea humana que sentía lo mismo que yo tuvo, lo confieso, un efecto catártico. Me pareció ilusionante que tantas personas respondieran a un llamamiento hecho por ciudadanos anónimos, al margen de los poderes instituidos. Fueron como el tablero al que se aferra el náufrago. No todo está perdido, pensé.

De vuelta en casa supe que, como cabía prever, a la conclusión de la manifestación hubo algún alboroto y que algunos manifestantes habían decidido acampar en la Puerta del Sol. Me pareció una idea un tanto desesperada, por ello fui el primer sorprendido al comprobar que los medios, ausentes en la manifestación y sordos ante los preparativos de la misma, volcaban ahora toda su atención en lo que allí ocurría.

Cuando el viernes siguiente pude acercarme a Sol cuanto allí acontecía era un fenómeno de alcance mundial. Los acampados habían robado la agenda a los políticos en plena campaña y atraían cada día a enormes masas de gente. Tanta que lo que allí predominaba, al menos desde la perspectiva del recién llegado, era la confusión: furgones de policía apostados en los extremos de la plaza, el improvisado campamento autogestionado ocupando su mismo centro, ríos de gente fluyendo por entre los tenderetes y arremolinándose en torno a ellos, cámaras de vídeo, abigarradas asambleas, improvisados estudios de televisión asomando por las azoteas. Mi impresión fue que el fenómeno había adquirido vida propia, que su espíritu había sido fagocitado por la desmesura propia de los acontecimientos que se convierten en carnaza para los medios.

Casi por casualidad comprobé que, ante la espiral que amenazaba con succionar a la acampada, la realidad parecía haberse desplazado a algunas plazas y calles aledañas donde, en corros espontáneos, sentada en el suelo, la gente debatía, argumentaba, contrastaba opiniones y compartía información, con la esperanza de dar respuesta a numerosos interrogantes que, en buena medida, coincidían con los míos. Se hablaba de decrecimiento, de consumo responsable, de la necesidad de informarse, de organizarse. Era el suyo un intercambio tan sereno, tan sincero y desinteresado que me conmovió.

Unos días más tarde, cuando los medios ya habían desviado su foco informativo hacia los resultados electorales y sus consecuencias; cuando aquel extraordinario caudal de energía, de pasión, amenazaba con consumirse con idéntico ímpetu al que lo había alumbrado, el fallido intento de desalojar a los acampados en Barcelona contribuyó a galvanizar el movimiento. La concentración de protesta en Sol, con todo, no resistía comparación con lo sucedido la semana previa, pero para entonces ya se había decidido descentralizar el movimiento en torno a los pueblos y a los barrios de las grandes ciudades.

Así es que al día siguiente vencí de nuevo a la pereza, más bien a la inercia, y asistí a la asamblea organizada en el pueblo en el que habito. Asistió más gente de la que había previsto y pronto me convencí de que podía resultar operativa. Quién sabe, a lo mejor todo lo acontecido durante aquellas dos semanas no había sido un espejismo. No sólo se había desvanecido el sentimiento de orfandad política que me acompañaba desde hacía tiempo sino que se me servía en bandeja la posibilidad de involucrarme, de integrarme. La misma comunidad que hasta entonces se me había antojado más bien áspera y antipática de pronto me ofrecía su rostro más amable.

Allí, en un parque, a la sombra de un imponente plátano, tuve el convencimiento por fin de que la semilla había prendido. Supe llegado el momento –ése que en el fondo tanto tiempo llevaba aguardando- de abjurar de mi individualismo visceral  e hice un poco mía la responsabilidad de regalar, de cuidar la simiente.

Bueno -seamos francos-, la cercanía del árbol ése durante las horas que duró la asamblea sospecho que acentuó, agravó la evolución de una fastidiosa alergia, entonces en estado incipiente. La próxima vez tendré más cuidado. Pero todos sabemos que las cosas bonitas, que merecen la pena, rara vez son exactamente así, como nos las cuentan. Somos ya mayorcitos para dejarnos de adornos, de edulcorantes, para aceptar las cosas tal como son y saber que todo tiene un precio, para prescindir de las mitificaciones. Porque somos adultos, ¿o no?  Es sólo que ahora nos toca demostrarlo.

Primavera en Madrid

 

 

 

 

 

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